Homilía Domingo de la Exaltación de la Santa Cruz, por D. Óscar Lavín Aja, Vicario Episcopal para la Evangelización

Antes de leer el Evangelio tengamos en cuenta esta realidad: en Jesús de Nazaret no aparece una ética del buen comportamiento, ni unos Mandamientos (cantidad de cristianos se saben los diez y no saben el que nos dejó Jesús), ni los ritos de un templo, ni libros sagrados. Podemos decir que en Jesús no aparece ninguna Religión nueva. Jesús no nos revela cómo el hombre tiene que ir a Dios, sino cómo Dios viene a nosotros (Reino de Dios).

Una pregunta nos ayuda a bucear en los evangelios: ¿Cómo aparece el Reinado de Dios? Con la aparición de Jesús de Nazaret ocurre un acontecimiento inesperado: Dios ha comenzado a reinar, a vivir con nosotros (Enmanuel), a actuar en la misma vida de los hombres y de los pueblos. Esa venida del Reino es anunciada, gratuita y sin ningún mérito de nuestra parte. ¿Qué tenemos que HACER nosotros para que Dios pueda venir a nosotros? Nada. Todo es gratis. Como llaman algunos teólogos es una “sobre-abundancia del don (regalo) divino”. Es un regalo que se sobre-regala en una dinámica continua de abundancia y gratuidad.

Esta fiesta que hoy celebramos es una alegría porque hoy podemos contemplar mirando a Jesús en la cruz la aparición plena del Reino de Dios. Plena es TOTAL. Dios se ha dejado ver en todo lo que Él es. Todas las preguntas sobre Dios podemos hacerlas y encontrar respuesta en Jesús crucificado. En la Cruz encontramos la revelación máxima de Dios. San Juan de la Cruz nos lo dice muy bellamente: Dios, en su hijo Jesús en la cruz, se quedó mudo. Benedicto XVI, recordando a San Juan, nos lo recordó en su primera encíclica: Dios es Amor. Esta es la VIDA que los hombres encontramos en la Cruz. Esta verdad del Dios-Amor es la que Cristo crucificado nos regala a TODOS. Santa Teresa de Jesús expresaba lo eterno de esta vida divina cuando nos decía que la verdad padece, pero no fenece. No fenece, nadie, ni nada lo puede destruir. ¿Quién nos puede separar del amor de Dios? Nada ni nadie. Alguien puede pensar – ¡mis o nuestros pecados! – Donde hubo pecado SOBREABUNDÓ la Gracia (el amor y la misericordia de Dios), nos dijo San Pablo. ¿Quién o qué puede separarnos del amor de Dios? ¿El hambre?, ¿la espada?, ¿la persecución?, ¿la desnudez?… nada, nada, nada…

La omnipotencia de Dios se ha transformado en Amor pobre y crucificado. El amor crucificado sólo tiene una fuerza: la atracción. Atraeré a todos hacia mí. Y un camino… el despojarse de todo lo que nos impide amar. Dios en su divinidad se despojó de todo, tomó la condición humana, y pasando por uno de tantos, abrazó la muerte, y muerte de cruz. De la Gloria a la ignominia total y absoluta. ¿Por qué?… ¡Por Amor a ti!

Amigo lector… piénsalo, y díselo al Señor en la oración que hagas esta semana. Si no has sentido este amor en la cruz POR TI, no ha habido vivencia cristiana, no ha habido Evangelio (buena noticia) en tu vida.

Tantas veces sentimos que Dios nos ama y que nuestros pecados nos enemistan con Él, y tenemos que confesarnos para “recuperar” la paz y la amistad de Dios… que, si lo pensamos a fondo, detrás de toda esta relación está:  YO peco, A mí me quiere Dios, Yo quiero ser fiel a Dios, Yo me siento mal por hacer lo no debido, Yo siento paz al confesarme, Yo .. Yo … Yo … Yo…

Siendo nosotros pecadores… Dios nos amó en la cruz y dio su vida por nosotros. No he venido a juzgar al mundo sino a que tengan Vida Eterna.

El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Dios nos ha amado primero… antes que nuestros méritos y pecados.

A veces pienso, y me asaltan dudas, si no hemos transmitido muchas veces un JUDEOcristianismo y no el cristianismo de Cristo del Nuevo Testamento.

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