Homilía de la conmemoración de los fieles difuntos, por D. Álvaro Asensio Sagastizábal, Vicario General

Ilmo. Sr. D. Álvaro Asensio Sagastizabal

D. Álvaro Asensio Sagastizábal

     

I. La celebración de las exequias, celebración del Misterio Pascual.

        La celebración de hoy tiene su origen histórico en el recuerdo y oración litúrgica que desde el siglo X hacían los monjes de la abadía benedictina de Cluny en la que oraban y ofrecían sufragios por todos los difuntos.

        La liturgia cristiana de los funerales es una celebración de Misterio Pascual del Señor. En las exequias la Iglesia reza para que sus hijos, incorporados por el bautismo a Cristo, muerto y resucitado, pasen con Él de la muerte a la vida y, debidamente purificados en el alma, sean acogidos con los santos y elegidos en el cielo, mientras el cuerpo espera la alegre esperanza de la venida de Cristo y al resurrección de los muertos.

        En nuestra vida pensamos no tener nunca lo suficiente. Vivimos inclinados hacia un continuo mañana en el cual esperamos siempre más: más amor, más felicidad, más bienestar, más salud… Vivimos suspendidos de la esperanza. Pero, en el fondo de todo este aturdimiento de vida y esperanza, anida siempre escondido el pensamiento de la muerte. Un pensamiento difícil de habituarse que querríamos a menudo eliminar.

 

II. La muerte, un misterio.

        La muerte es para el hombre un misterio profundo. Un misterio, que incluso los no creyentes, rodean de respeto.

        ¿Ser cristiano cambia en algo el modo de considerar la muerte y de afrontarla? ¿Cuál es la forma de acercarse el cristiano a la muerte, frente a la pregunta que la muerte pone continuamente sobre el sentido último de la existencia humana?

        La respuesta se encuentra en la profundidad de nuestra fe. La muerte para el cristiano no es el resultado de un juego trágico e ineludible que afronta con frialdad y cinismo. La muerte del cristiano se coloca en el surco de la muerte de Cristo: es un cáliz amargo que tiene que beber hasta las heces, porque es fruto del pecado del hombre; pero es también la voluntad amorosa del Padre que nos espera más allá del umbral de esta vida con los brazos abiertos: una muerte que una victoria vestida de derrota; una muerte que esencialmente no-muerte: gloria, vida, resurrección.

        Cómo acontece esto de forma precisa no lo podemos saber. No le corresponde al hombre medir la inmensidad de las promesas y del don de Dios. En  el prefacio I de difuntos rezamos: “En él (Cristo) brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de tus fieles, Señor, no termina, se transforma, y, mientras se destruye nuestra morada terrena (…) adquirimos una mansión eterna en el cielo”.

 

III. Cara a cara con Cristo.

         La muerte del cristiano no es un momento al fin de su camino terreno, un punto arrancado o separado del resto de la vida. La vida terrena es preparación a aquella celeste; estamos en ella como niños en el seno materno. Con la muerte el hombre se encuentra de frente con todo aquello que constituye el objeto de sus aspiraciones más profundas: se encontrará de frente a Cristo y será la elección definitiva de su vida, construida con todas las elecciones parciales de esta vida.

        Cristo nos espera con los brazos abiertos. El que renuncia a Cristo vivirá eternamente con el recuerdo del Amor rechazado. El que se decide por Cristo encontrará en ese Amor la alegría plena y definitiva.

 

IV. Dales, Señor, el descanso eterno.

        ¿Podemos hacer algo por los difuntos? Los difuntos no están lejos de nosotros. Pertenecen todos a la comunidad de los hombres, de la Iglesia, sea aquellos que han muerto en el abrazo de Dios, como también aquellos cuya fe sólo Dios ha conocido. La oración por los difuntos forma parte de la Tradición de la Iglesia. Siempre ha orado y ofrecido sufragios por los difuntos. En toda persona muerta en gracia puede también haber imperfecciones que ha de purificar. Para ver a Dios hay que dejar atrás el viejo egoísmo.

        El mejor sufragio que podemos ofrecer es la celebración de la Eucaristía ofrecida por el eterno descanso de los difuntos. En la Eucaristía la fuerza redentora de la Cruz de Cristo viene a nosotros y, también, a todos los que nos precedieron en la fe con su eficacia salvífica.

 

 

Álvaro Asensio Sagastizábal

Vicario General

Delegado Diocesano de Liturgia y Espiritualidad

 

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