D. Jesús Casanueva Vázquez
El evangelio de este domingo nos plantea algo muy importante. Para entenderlo bien, porque es una parábola, es necesario darse cuenta de a quién va dirigida: “a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás”.
La parábola contrapone la oración de un fariseo, prototipo de persona religiosa y cumplidora, con la oración de un publicano, que sería la antítesis: pecador y poco religioso. Los dos rezan a Dios, pero sólo uno es escuchado y justificado, el publicano. ¿Por qué? Porque si tus propios pecados no te duelen, ¿cómo es que te duelen los del vecino? Estamos acostumbrados a echar la culpa de todo a los demás, pero ¿y nosotros?
Siempre me ha sorprendido que los grandes santos de nuestra Iglesia se sintieran inmensamente pecadores. Pues esa es la clave. Ante Dios no caben posturas fariseas de creerse más que nadie, sino la humilde actitud de reconocer que sólo en Él se sostiene nuestra vida y sólo en Él encuentra plenitud.
Desde nuestras sociedades opulentas y acomodadas, porque vivimos bien, el clamor y la oración que debemos elevar a Dios es el del dolor por nuestros propios pecados y sufrimientos personales, pero también el clamor de la justicia que reclaman los que viven en situaciones de miseria humana y material. Mas, si no somos conscientes de nuestros propios pecados, ni los pobres tienen rostro en nuestro corazón, es difícil que nuestra oración se sitúe bien, incluso es probable que, como estamos bien, no hagamos oración porque no le encontremos utilidad o porque hayamos perdido ya la confianza en que Dios nos dará lo que necesitamos, entre otras cosas, porque vivimos cómodamente.
La justicia y la lógica humanas no son la justicia y la lógica de Dios. Para Él, el que se humilla será enaltecido, y el que se enaltece será humillado. El mismo Jesús lo dejó claro en sus palabras y, sobre todo, con su vida.
